viernes, noviembre 09, 2012

FESTIVAL DE CINE EUROPEO DE SEVILLA: EAT SLEEP DIE (GABRIELA PICHLER, 2012)



Eat sleep die (Ata sova do, Gabriela Pichler, 2012) compite en la Sección Oficial del Festival de Cine Europeo de Sevilla 2012. Es la primera película de su directora, y con ella ha ganado el premio de la Semana de la Crítica en el Festival de Venecia. La historia que narra no es original (no puede serlo), pero el guión ha sabido dirigirse a la única forma en la que se podía superar este problema: con el mayor número de particularidades para la situación expuesta.

Eat sleep die se acerca a la vida de Raša, una trabajadora en una planta de tratamiento de alimentos en un pueblo de Suecia. Ella y su padre son emigrantes allí, pero Raša lo es desde que tenía un año, de forma que se siente parte de la comunidad. Es una más en la fábrica, es una más cuando sale con sus colegas, es una más que se enfrenta a una reducción de plantilla en el trabajo.


A veces un título te da pistas de lo que transmite un film, y sólo te vas dando cuenta a medida que avanza. Es verdad que un diálogo, en la escena final, reverbera en la posible reflexión que propone Gabriela Pichler, lo cual, por cierto, quizá ya no fuera necesario.

Y es que la vida de Raša es ésa: trabajar, comer, marcharse a su casa, y vuelta a empezar. Pero si suponen que es otra cinta más que incide en el usual mensaje sobre cuánto aliena el trabajo, se equivocarían. Ella es feliz en la vida que lleva. No una felicidad plena, por supuesto, porque si no tendríamos una protagonista bastante aburrida. Tiene sus conflictos. Pero no con su trabajo. Más bien, con su padre.

Las escenas en que vemos cómo interactúan son algunos de los mejores momentos de Eat sleep die. Hay ocasión para la complicidad (se pelean, en broma), y para que percibamos a la vez lo peculiar de esta relación. El padre, Pappan, tiene problemas con su espalda, y con el idioma, que, pese a todos esos años en Suecia, no domina. Así que su hija, en una inversión de roles, es la que cuida de él, pese a que no le supongamos (nunca se dice) más de 20 años. Le da masajes en la espalda, le ayuda a bañarse. La relación es tan fluida y diferente a lo que se suele ver en pantalla, que, durante un buen rato de la proyección, es posible que creamos que Pappan es un compañero/amante mayor, y no su padre.


Algo similar nos sucedería con ese chaval que luego vemos que la acompaña en sus excursiones por el paraje que rodea el pueblo. Pero no. Raša no tiene tiempo o interés para parejas. Tampoco para una vida fuera de sus obligaciones (no tiene hobbies, le oiremos decir). Por eso, cuando se queda en paro, el choque es mayor.

Insisto en que seguramente el cine europeo lleva reflejando los problemas sociales el suficiente tiempo para que esto ya se haya explorado de diferentes (y no dudo que mejores) maneras. Y leo por ahí (por ejemplo, en esta crítica, que no aprecia tanto la película) que Eat sleep die tiene más de un punto en común con el cine de los hermanos Dardenne. Algo del ímpetu y la energía de la protagonista de Rosetta (1999) hay en Rasa. En todo caso, no creo que eso merme del todo la capacidad de Pichler para producir escenas que construyen sobre eso que pasa todos los días, en toda Europa, y que ahora, más que nunca, sabemos bien los españoles.

Por ejemplo. La escena en la que el encargado de informar a los trabajadores de quién será despedido ronda por la fábrica. Raša lo detecta. Cruza miradas con sus compañeros. Nerviosismo. El encargado, listado en mano, se acerca a un compañero; ese chaval con el que Raša pasa las horas muertas. Cámara en mano o no, la dirección y el montaje muestran una escena de suspense y hasta de cierto terror. Entonces, el encargado regresa. Sigue rondando. Va hacia Raša. Puede que un guión más académico criticaría que estamos ante un primer punto de giro un poco tardío. En cambio, es difícil no ver la fuerza que tiene este momento, y su desenlace. Raša no atiende a cómo el encargado la llama. Se quita los guantes con los que trabajaba. Comienza a caminar. El encargado la sigue, repite su nombre. Ella huye, sale de la planta, corre por la carretera. Cae.

Objetivamente, perder el trabajo es igual de duro para todos. Pichler no quiere discursos generalistas. Concreta. Ya el hecho de que se nos informe de que ese supuesto paraíso que para muchos países europeos significa Suecia no lo es tanto es de agradecer. Pero hay más. Por eso, no estoy de acuerdo con la visión de esta crítica

"Raša needs a job, and this grounded treatment feels diametrically opposed to the view of a working life that Jason Reitman’s nevertheless excellent Up in the Air had, where the subjects seemed pathetic for being so emotionally involved in their jobs. Here, it is a necessity to put food on the table rather than to buy a new Lexus." 

Por supuesto, el aspecto económico está ahí. Pappan, pese a sus achaques, se marcha a Noruega unos meses para sacarse un dinero. Pero lo hace por lograr una cierta independencia de la hija, y antes de que la despidan. En toda la película, no se habla de dinero o de su necesidad. Esto no significa que esta motivación esté del todo ausente porque esto es realismo, y no hace falta ser enfático en ciertos detalles. Sin embargo, la dirección y el guión de Pichler van más allá de esos apuntes un tanto más generales (más vagos).

Raša, como dirá a la directora de la empresa, no ha conocido más que este trabajo. Sus amigos están allí. Sus horas y su comunidad las ha construido, desde los 16 años (este dato sí se da), en torno a él.

Hay mucho de cualquiera que se haya quedado desempleado en la protagonista. Lo que quiere es que nada cambie. Quiere poder seguir cuidando de su padre, y no al contrario. Quiere las bromas, la camaradería de las comidas en la sala a propósito que hay en la planta. Quiere que su mundo no se venga abajo. Si uno ha pasado por esta experiencia, es imposible no conectar con ella como personaje.

Pero el guión, decíamos, no la hace un símbolo, una representante abstracto. En cuanto a que la protagonista es una mezcla de lo general y lo específico, Eat Sleep Die rodea ese escollo del cine social.

Más de una crítica (y algún espectador al que entreoí al salir) ha señalado que el segundo acto del film es un tanto largo, y que el interés decae. No niego que quizá algo pudiera haberse caído de los 107 minutos, aunque yo encontré que el montaje y esa cámara nerviosa (aunque ya un rasgo algo demasiado tópico para este tipo de cine), al contrario, proporcionaban bastante ritmo.


Otro de los aspectos destacables de la película tiene que ver con algo ya mencionado: la dosificación de la información. Vamos sabiendo más del contexto de Rasa poco a poco y con detalles que la hacen un ser bastante individualizado. En ese sentido, ni su condición de emigrante la hace el ejemplo típico. Cuando aguarda, ella y unos compañeros, a la respuesta de los representantes sindicales, no tiene reparos en mencionar cómo es injusto que despidan a suecos, y no a los emigrantes iraquíes.

Lo interesante es que el guión sólo nos informa de que ella es musulmana hasta bastante después. Igual que su origen concreto: los Balcanes. He aquí otro conflicto interno que sólo gana entidad a posteriori ante nuestros ojos.

Es una musulmana peculiar, al menos a los ojos de un occidental que conozca lo justo sobre esta fe. No la vemos ejecutar ninguno de los rituales comunes que pudiéramos conocer de esta religión, y tampoco se percibe en ninguna de sus costumbres. Su obsesión parece distanciarse justamente de esa doble condición: extranjera y de una religión diferente. Por eso le dirá a un anciano al que visita (de prueba, en un posible trabajo) que ella es sueca. Por eso, se presentará para ganarse esa prueba, impulsiva, en la oficina, pidiendo que no consideren que Abdulahovic significa lo que parece (de nuevo, en esa crudeza con la que parece que desprecia a quienes hayan emigrado a Suecia como musulmanes que se reconocen como tales).

Hay un aspecto extraño en la protagonista: con facilidad para esos lazos que ha creado en torno suyo, en cambio la notamos en una soledad relativa, en especial desde que su despido le aleja de continuar conviviendo más a menudo con sus amigos.

La sesiones con una supervisora del servicio de empleo responden al realismo, y poseen el tinte humorístico o deprimente que cada espectador que haya pasado por lo mismo pueda superponerle. Lo relevante de estas escenas es que Rasa observa ese aire de rendición de los demás con cierta distancia. Ella no se va a rendir. No puede. Y cree que eso es suficiente.

Toda esta concreción, todo esto que vamos descubriendo de manera paulatina sobre ella, hace que el discurso de Eat Sleep Die pueda oponerse bien a ese otro que todos conocemos. El discurso del sistema, el discurso de la responsabilidad, de las obligaciones, el mantra que escuchamos los adultos más de una vez. No es que éste no tenga elementos de verdad, sino que Pichler logra que lo cuestionemos.

Porque sí; como le dice el de la oficina de empleo, es hora de decidirse, de que deje de insistir (¿infantilmente?) en que no quiere dejar el pueblo o a su padre. Porque sí; Rasa, es probable, se ha adueñado de un rol de “madre” de Pappan que tal vez sea excesivo.

Porque sí, en España conocemos bien ese discurso, hay que buscarse la vida, aunque signifique marcharse, no de tu ciudad, de tu país, de tu familia, de tu comunidad. Y puede que, ya digo, en esto haya algo de verdad.

Pero negar sus efectos sería, de cualquier modo, hacerla una verdad a medias.

Cuando ese chaval, su amigo, deja que Raša le visite en su nuevo trabajo, le enseña las vacas. Antes, el guión nos dejó saber que, a las preguntas de la supervisora del servicio de búsqueda de empleo, el chico afirmaba que su sueño era ser veterinario. Otro sueño absurdo, desde ese punto de vista lógico y racional, ya que él dejó los estudios. Pero aquella información ahora adquiere su giro dramático; aquel sembrado tiene su payoff. En ese nuevo empleo que ha obtenido, gracias a un familiar, el chico no sólo no hace lo que quería. Es que hace lo opuesto. Le cuenta a Raša que asiste en el matadero. Comenta la sangre, la suciedad. La siguiente escena deja ver sus lágrimas. Raša había ido a verle, recién venida de una feria, con la cara pintada a lo Chaplin, y lo había convencido de que se pintara también él. Ahora, después de ese momento con las vacas, de vuelta a esos paisajes donde no hace tanto pasaban el rato, felices, el chico llora en silencio. Sobre esa cara de payaso. Así acaban los sueños.

Al final, la protagonista hará lo que tiene que hacer. Lo responsable. Ello se comenta en la escena última, donde celebran una comida de despedida. Se mudará a otra ciudad. Sin que ahonde yo más en esta escena, diré que coincido con esta reseña. Cuando la fuerte, impetuosa, incansable protagonista asimila el dolor que todo lo sucedido le produce la actriz remata ese trabajo tan estupendo que hemos visto durante toda la película.

A la salida de la película, escuché a dos americanas comentarle a su guía español que la película les había resultado demasiado deprimente. Me tentó intervenir y explicarle que “deprimente” es la palabra adecuada para el estado de las cosas ahora mismo en Europa. Pero quizá me hubiera equivocado, porque, además de apropiada al momento que vivimos, Eat Sleep Die ofrece una protagonista demasiado apasionada y viva para que la nota de ánimo sea la de la simple tristeza. Aunque algo de melancolía es inevitable cuando se nos ha contado cómo los lazos de una comunidad han de sacrificarse en pos de ese cumplimiento de deberes.

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